Si la memoria no me falla, en mis más de veintiocho años de lo que se supone que tengo que llamar vida, no he usado a mi hermana como inspiración ni en los relatos que escribía en primaria, ni como modelo a seguir en secundaria, ni en la universidad. No la incluí en mi proyecto final de ciclo: ‘esencias‘. Y, han tenido que pasar muchas tormentas para percatarme de que en realidad hemos tropezado en las mismas cosas, ambos sin querer. Tanto ella como yo tuvimos que marchar lejos de casa para huir de relaciones tóxicas. Pero no es eso de lo que quiero hablar, tampoco de los típicos roces que todos los hermanos tienen, y que hacen que, a veces, muy recientemente, y muy tontamente, me den ganas de volver a Valencia y «ahí se apañen».
El tema está en que en mi infelicidad crónica siempre he buscado la realización en las cosas ajenas. Como los estudios o el trabajo. Me saqué una carrera que, si bien no me desagradó ni me supuso esfuerzo, no era la que quería, mientras trabajaba en un empleo estable cerca de casa con un sueldo decente que me permitía tener los findes libres y sin pensar demasiado, ya que si bien el puesto de técnico informático requiere de cierto contacto social y mucha creatividad para resolver en tiempo récord las problemáticas de los usuarios, tampoco es que me rompiese la cabeza. El problema es que al igual que el grado en comunicación, no me terminaba de llenar, no sentía que estuviese siendo feliz. Y lo llenaba comprando cosas que pocas veces tenía ocasión de usar.
Por suerte, apareció Kinafoto y me alejó 300Km de casa en un momento donde ese aire necesitaba un buen cambio. Y pasé dos muy buenos años. El trabajo era tan diverso que no tenía nada que ver con la monotonía del anterior. Aún que también es cierto que a veces, sobre todo al principio, no encontraba mi lugar. Pero mi lugar llegó cuando el jefe empezó a confiar en mi dándome la responsabilidad de la comunicación de la empresa, no solo para ser la marioneta, si no para tomar el timón si hiciese falta e interpretar nuestro mapa. Pero sin nadie que me frenase. Era libre, lo único que con ocho horas no daba y acababa haciendo diez cada día, y me hubiese quedado hasta la eternidad si no fuese porque cerraban. Esa adicción al trabajo tapaba la sensación de soledad que sentía al llegar a casa, ese lugar frío y oscuro que me hacía enterrarme en la cama de viernes a lunes. Quizá hubiese sido diferente ante otras circunstancias, pero una ciudad desconocida, sin amistades con gustos afines y sin voluntad como para explorar solo los lugares que sin duda tiene preciosos aquella ciudad mediterránea. Pero no fue así, y esos dos años y medio fueron una inmensa soledad cuyo único alivio se encontraba en aquella Innovahaus que tanto añoro.
Y hoy, después de cinco meses de baja, he descubierto una receta bastante saludable de cómo se construye la felicidad. Y es obra de mi hermana. En estos meses he tenido tiempo para leer un montón y crecer intelectualmente, pero sobre todo, tiempo para disfrutar de mis tres ángeles: mi madre, mi hermana y mi sobrinita. He aprendido a cambiar pañales, a sufrir infartos cada vez que se despega cinco centímetros del suelo para subirse a un columpio o al sofá. Y aunque no puedo oír a penas sus palabras, por suerte alguna vez chilla y percibo un «tete» o un «van», así como los sonidos de animalitos y esos gestos que son alegría sin receta. Pero un hijo no es más que la guinda de esa elaboración.
Al final, después de trabajos rutina, trabajos sin fecha ni horario, de relaciones tóxicas y de ausencia de estas, de estudios acabados y estudios pretenciosos dejados a medios, la clave estaba en donde ha estado siempre antes de este posmodernismo líquido con recurrentes ahogadillas. Analizo la vida de mi hermana y es tan simple que asombra.
Un trabajo estable con un sueldo digno, cuasi funcionaria.
Una pareja estable que comparte horarios, por tanto tiempo para salir o disfrutar de la compañía en casa.
Un hogar, con hipoteca sí, pero un sitio nuevo, con mucha luz y una temperatura ideal.
Esos tres ingredientes forman un pastel en forma de seguridad económica, refugio y acompañante emocional. Lo que ha empleado el ser humano desde las cavernas si tenemos en cuenta que con el dinero suplimos comida y otras necesidades.
¡Así de simple era! Y tenía a mi hermana para verlo. Aunque quizá nunca la haya tenido de referencia. Pero tiene todo eso, ahorros y no se priva de salir de cenitas, de desayunos, de teatros, etc.
Bien es cierto que mi meta hasta hace no mucho era ser funcionario, uno de los tres ingredientes, pero se me complicó. Y ahora con mi patología incomunicativa se me fastidia lo de la pareja, porque la comunicación es la clave, así que… se me desmontan las elaboraciones. Y dado que un hogar se construye con trabajo y familia, digamos que la infelicidad está crónicamente servida. Pero mientras tanto probaré con el Grado que siempre he querido cursar: Psicología. No porque quiera convertirme en unos de esos sacacuartos del diván, ni creo que pueda pasar consulta pública con mi patología; pero me permitirá comprender los mecanismos que me fallan en mi percepción, crecer por dentro, y afrontar una aventura que en vez de profundizar, amplíe.
Pero volviendo a mi hermana… ¡voy! (ya son las 14:30 y llega de trabajar para comer todos juntos) Porque madrugar compensa cuando comes con la familia, paseas por la tarde, y caes dormido viendo una serie abrazada a tu pareja, si la peque te deja, aunque es como los toppins de las pizzas, con o sin, solo añade un ingrediente más a esta receta de felicidad.
Y así es como, la vida sencilla basta, para quien le vale.