Hoy al salir de la oficina me he puesto a llorar, colapsé como colapsan los ríos, y no sé si fue el cambio de temperatura o esta amalgama de sentimientos que quizá sean más espesos de lo que parecen.
Se inundaron mis cuencas al tempo que se empañaban mis gafas.
Ciego. Cegado por duplicado.
Y con la inteligencia emocional en plena intrusión.
No sé por qué lloré, y las hipótesis son jodidas tangentes atravesándome.
De un cateto pasado que aún me duele, a un vértice tan distante que cuánto más lo mido más desaparece.
Vagando de un lado para otro, con la felicidad por dosis y sin receta. Perdido en un hoy, con vistas a un mañana que nunca llega. Ignorando e ignorado, al padecer, por todo cuanto rodea a este cuerpo que se deja marchitar. Como una planta sin luz, como un pez en un acuario.
Y es que he aprendido que todo era cuestión de saltar. Como cuando de niño me daba miedo bajar por la cucaña del columpio; parecía haber una distancia infinita entre la barra y mis manos, entre mis pies y el suelo. Y al final todo es inercia. Y esa inercia me ha faltado toda mi vida. Siempre con miedo, tarde, mudo, a la sombra.
¿Quién sabe dónde podría estar ahora? Puede que aún no de profesor, pero quizá sí en un gran estudio dando soporte a quien lo alquilase. Si supiera inglés, claro. Que no me veo yo en DayLight montando el set para una producción internacional sin saber un idioma internacional lo suficiente como para entenderlo a la misma velocidad con la que entiendo el espacio.
Si no creo, me pongo en modo reposo, solo que a diferencia de un ordenador, a mí ese modo me consume. Puedo estar horas y horas editando un vídeo, tomando fotos, revelándolas, realizando, redactando. Una tarea profunda y concreta sin la menor distracción. Pero lejos de eso, todo es un reloj de arena cuya tierra me cae encima. Enterrándome lentamente.
Pero un jueves al mes resucito, porque ese día, oh ese día, ese día piloto yo, y la presión no hace sino provocarme más seguridad, porque es algo que controlo, algo que me enseña, que me construye. Un rayito de luz.
Y lo jodido es que he entendido qué es un fotógrafo, y no es nada parecido a lo que nos creemos. Y lo supe el día que pospuse unas vacaciones por ayudar a un compañero que a diferencia de mí, él sí es fotógrafo. Supe ese día lo que es acuñar ese término. Y lo supe porque tuve a toda una agencia de branding para vivir la experiencia. Y llevé a cabo una sesión comercial como si lo hubiera hecho toda la vida, siendo la primera. Me llegó la faena de rebote, pero ahí estaba, rodeado de creativos, de estilistas, modelos, y gente cuya labor es vender a través de las imágenes aprobando cada clic que hacía con esa Nikon D4s ajena que heredé por ese día. Me sentí en mi universo. Hasta que sabes que eso es el 20% del trabajo del fotógrafo. Que el resto es buscar a ese cliente y otras funciones que se resumen en papeleo y burocracia. ¡Pero joder con ese 20%!
Ojalá encontrar mi tandem, alguien tan bueno vendiendo que simplemente me diga día y hora. Hago la sesión, revelo, edito, envío. Y hasta el día siguiente. Creí que lo tenía, pero no. Se parece, pero ¿tanto como un 20%? Vender vende sí, pero me siento frio, tanto que llevo 50 minutos en casa con el abrigo puesto. Me siento insuficiente, como si esto que hago no cambiara la vida de nadie. Como sí lo hace cuando resuelvo una duda, monto un set, publico uno de mis videos; que sí, que podrán no ser gran cosa, pero es mi basura, aquella que saco cuando he digerido tanto, que es eso o reventar.
Y hoy reventé, reventé porque hay creaciones que no habéis visto, porque me he dado cuenta de que la libertad es un concepto, solo un término, inalcanzable porque no es un lugar ni un objeto, ni si quiera un estado. Libertad es etéreo. Siempre presos de nuestra dependencia. Porque libre es una roca. Afortunadamente inerte. Que ni siente, ni padece y sin embargo, libre. Libre de hundirse, de romperse, de dejarse agarrar, de fundirse, de depositarse eternamente. Libre, porque no necesita respirar, nutrirse, ni relacionarse, las tres dependencias a las que está condenada la vida.
Hoy lloré sin querer porque mi cuerpo necesitaba hacerlo. Porque me entró una oficina en el ojo y no era plan de que se enquistara. Hoy dejé salir las lágrimas, porque la cámara quedó en la mochila junto con la locura.
Quizá si hubiera saltado hubiera caído en el escenario, en la sala de exposiciones, en la etiqueta de artista. Pero hasta los artistas tienen su 80% malo. Seguramente lamerle el culo al galerista, al productor, o recorrerse la línea de metro en busca de un porcentaje del alquiler a salario de donativo.
Está claro que ni soy buen técnico ni buen artista. así que ese 80% es mi 100%. Ahí está el culpable de haber rebosado el embalse de sentimientos negativos con la presión suficiente para no romper, pero sí fragmentar.
Si hubiera saltado cada vez, la vida me hubiera dado más aciertos, y seguramente los mismos golpes, pero a tiempo. Y no tarde, como ahora. No me arrepiento de dónde estoy, pero me joderá siempre no haber sido.