Llevo unas semanas deprimido, con pensamientos de esos que ponen en jaque a cualquier profesional de la salud, y todo porque a los 8 años quería ser médico, a los 11 neurólogo, para concretar. Y cuando repetí segundo de ESO supe que jamás iba a serlo, así que cuando terminé de jugar con los ordenadores y saqué mi título de Técnico microinformático e hice mis prácticas en el Hospital Universitario de La Princesa pude ver lo que me había perdido, lo que me iba a perder. Pude entrar en un quirófano en plena operación para arreglar una de las pantallas, en salas de rayos que me daban auténtico miedo con tanta pegatina de peligro, relacionarme con médicos y hasta ser el técnico favorito de una neuróloga a la que siempre le pasaban todos los dramas. Pude ver cómo le cosían la cara a un hombre mientras arreglaba un ordenador. Y pasearme por el hospital como uno más. Sentí que, si bien no había logrado aquel sueño de niño, era útil y formaba parte de nuestro querido Sistema Nacional de Salud Pública. Hasta que se me acabaron las prácticas. No tuve la suerte que tuvo mi anterior compañero, el cual coincidió con la excedencia de un empleado y pudo quedarse contratado.

Ya he contado lo que pasó después varias veces, pero lo importante es que hubo un momento en que pretendí estudiar Psicología. No, no era medicina. Pero había estado en terapia dos veces y pude sentir la falta de profesionales jóvenes y con motivación, con ganas de tratar a la gente como algo más que un caso clínico. Pero no lo hice.

No me arrepiento tampoco, la vida se me cruzó y puso un plan casi tan interesante como salvar vidas, educarlas.

Pero han pasado 8 años desde que la fotografía apareció en mi vida y no he podido casarme con ella. Quizá porque nunca la consideré digna, o porque nunca he tenido la luz que hace falta para brillar. Pero aquí estoy, a mis 28 años, con una enfermedad que me está arrebatando los sentidos y otra que me está arrebatando la mitad de mi ser. Sin yo poder hacer nada para arreglarlo.

Pero dentro de 3 días se abre el plazo para inscribirse en el grado online de Psicología, y lo intentaré. Lo intentaré porque para rendirse siempre hay tiempo, pero no quiero seguir torturándome imaginando qué hubiera sido cuando aún me queda tiempo para ser algo que se le parezca. Porque puede que jamás vuelva a entender el habla y no pueda atender pacientes, pero podré trabajar en ellos.

Incluso, aunque nunca llegase a aprobar el PIR, incluso aunque se pusiera todo más difícil, si algo he aprendido en estos años es que aprender solo trae herramientas para afrontar la vida. Y si algo me ha demostrado mi actual TFM es que siempre he orientado la fotografía hacía la psicología, por tanto, puede que con ella me complete y encuentre la persona que llevo buscando desde que me perdí al salir de aquel hospital que hoy, veo tan desconocido.

Porque no nos engañemos, la fotografía es un recuerdo, tal vez, una experiencia, pero ¿qué queda cuando dejamos de mirar la foto? ¿Qué pasa cuando las lágrimas caen sobre el papel y los dedos acarician aquellos rostros capturados en un pasado que no volverá? Los fotógrafos somos cazadores de un presente que se vuelve pasado al cerrarse el obturador. Y a mí, me gustaría ser capaz de entender también lo que ocurre antes y después de apretar el botón.

Porque siempre he usado la fotografía como terapia, para conocerme y comunicarme, y creo que haría un mundo mejor si enseño al resto cómo el arte me ha ido salvando la vida. Así que, el 5 de julio sabré si me abren las puertas del cerebro, o me quedo mirándole por la ventana.

Gracias por leerme

Subscríbete para recibirme en tu email al instante de publicar mis cosas que no pasan como cuento.

¡No envío spam! Lee la p... política de privacidad para perder tu tiempo..