Madrid se ha vuelto inhabitable. Y no, no hablo del precio de la vivienda, que también. Hablo de la gente, la prisa, la sociedad, el humo, y el ruido. Quizá sea porque soy un niño sin pueblo que busca lo que no tuvo en la infancia, pero empiezo a odiar la gran ciudad, esa polis que parece que mejora cuantos más habitantes alberga por metro cuadrado, cuyo atardecer se ha perdido oculto entre un skyline que más que acercarte a las estrellas, te impide verlas.
Este año he pasado 4 semanas en Galicia, entre el verde, las ovejas, las gallinas, el mar, la lluvia y decenas de atardeceres con colores que jamás había visto. He paseado por calles donde la brisa no huele a muerte, sino a sal, y donde las paredes tienen más años que la gente que pasea entre ellas. Donde la hierba crece y escala, y las casas aún conservan su personalidad. Donde la depresión no logra encontrarme, el estrés no te persigue y la ansiedad no tiene ocupación.
Y sí, llevo meses loco buscando un rinconcito así en la Comunidad de Madrid; he buscado en todos los pueblos que colindan con el Lozoya, incluso más allá. Pero están desiertos, o casi, pero lo suficiente para no poder llamarse Madrid. Un pueblo sin colegio y sin centro de salud no es un pueblo donde quiera vivir; pues vida sin educación y salud no existe. Y no hay nada en mi querida capital que reúna eso y el paisaje verde azulado que ansío. Parece que vivir en la montaña está reñido, que o te sumas al carro de la sociedad apretujada o ya no queda espacio para la calidad de vida. O te hacinas o te apartas.
Así que no quise verlo, pero lo tenía delante de mis ojos, a 700Km, pero delante, solo tenía que «mirar más allá de lo que veo». Donde la felicidad se acomoda en una esquina, como oculta, atrincherada, pero libre. Así es como Marín poco a poco empezó a ganarme. No es perfecto, de hecho puede que, para mi gusto, sea demasiado grande; aunque aquí dicen que es un pueblo pequeño. Lo cierto es que desde la ventana he visto atardeceres que nunca había contemplado, he disfrutado paseando por sus calles, fotografiando sus playas, su puerto. Es un lugar donde cada día el cielo pinta diferente y el alma respira. Sí, puede que le falte un LIDL y un Carrefour ya que 7Km son bastante para quien no tiene vehículo propio, quizá una mejor conexión a Internet. Pero se arregla con la paciencia añorada, el fresco extrañado y entrañable que te abraza y arropa. Galicia es calma. Es el color de la tranquilidad. Un rincón que tiene agua potable, de la de verdad. Un tierno acento lleno de eñes y equis en un idioma que tampoco nadie te obliga a articular. Un lugar donde si caminas lo suficiente puedes perderte en el bosque, entre ríos, árboles y animales; un cuento de hadas llamadas peregrinos; kilómetros y kilómetros de naturaleza con pueblos escondidos donde «guardar partida».
Ahora que nada me ata a un Madrid que no me corresponde, necesito marcarme un Timón y encontrar mi lugar soñado. Mi Hakuna Matata. Y puede que no sea hoy, ni mañana, pero será. Por ti, mamá.