Tengo dos sueños favoritos.
El primero llega aproximadamente a la una de la tarde, cuando mi madre trae a mi sobrinita dormidita y la deja, lenta y cuidadosamente sobre su cuna, y veo cómo su cuerpecito se acomoda, cómo su mano aprieta fuerte el muñeco de trapo que siempre chuperretea antes de quedar dormida, y yo la arropo y el mundo parece detenerse un instante, efímero, casi imperceptible, e incluso en mi estado de salud puedo oír levemente su respiración y eso me calma. Luego despierta entre sonriente, adormecida y malhumorada, y entonces ese sueño cobra aún más valor. El valor que sólo tiene tras esto último.
El otro sueño tiene un tamaño no mucho más grande, un saco de años más y la piel no tan tersa y suave. Y es cuando veo a mi madre dormida en el sofá tras un duro día de jornada intensiva. Pues se levanta todos los días, que aún son noches, a las seis de la madrugada, o antes, qué sé yo. Realiza todas las tareas del hogar, lo deja todo impecable y marcha a casa de mi hermana para cuidar de la peque, llevarla al cole, hacer la comida de todos, recogerla, pasear un rato con ella, darla de comer, tarea casi más difícil que todo lo anterior, y dormirla. Más todo lo que sigue después. Por eso, verla derrotada en el sofá, después de toda una vida dándose a los demás, regándonos para que podamos crecer, cuidando nuestras ramas, nuestras hojas, con la libertad de echar raíces, es el último punto de un círculo vital.
Esos son mis dos sueños favoritos, y son ajenos y los vivo despierto con los sentidos que me quedan. Y contemplo a mi sobrina hacer las poses más hermosas en la cuna y a abrazo a mi madre hasta que yo también me quedo dormido o, si es tarde, alguno de los dos, el que abra el ojo antes y mire el reloj, nos mandamos a la cama.
Porque no hay nada más vivo que un niño dormido, creciendo, y una abuela permitiendo que todo pase.