Ayer Dubi tuvo un día de esos agotadores en los que aunque intentas irte pronto a dormir, la cosa se alarga. Despiertas antes que el despertador porque tu cerebro sabe que tienes que ducharte, desayunar y preparar la maleta y aún así siempre con el tiempo tan justo que ni hablar de dejar la cama hecha. 

Un amanecer precioso deleita los ojos de Dubi que se muere de frío y dolor de espalda, sube al tren y empieza a escribir un guion en el trayecto, sin terminarlo baja y camina moqueando hasta la oficina en la que descubre unos fallitos que se pone a corregir sin quitarse si quiera el abrigo. 

Resuelve otro problemita antes de la reunión, y allí va. Pasa el tiempo, pasa más tiempo, se entera de la mitad de la mitad, pasa más tiempo. Parece que el tiempo no avanza, pero el reloj indica lo contrario. Tres horas después no ha abierto la boca, pero ya harto de comprender poco y no terminar de estar de acuerdo, habla, y es silenciado. 

Prosigue la reunión y el tiempo pasa, su vejiga llena le obliga a jugar a mil maneras de sentarse para aliviar la presión, pero la gente sigue hablando y está feo levantarse sin haber terminado. Dubi está que revienta, en muchos sentidos, y al fin termina la reunión y puede experimentar uno de esos placeres de la vida. La micción.

En su mente hay más desechos que saliendo por su uretra, pero se los queda dentro, no vaya a ponerlo todo perdido.

Regresa a su despacho y continua sus tareas. Check, check, check. 

Un par de emails, otra reunión, esta vez rápida, y más emails. Otro arreglo por allí, otro email por allá y marcha corriendo al cercanías entre naranjos y gatos callejeros. 

No pasa, el puto cercanías decide desaparecer. Aprovecha para comerse el plátano que debió ser el almuerzo. 

Cuarenta minutos después llega el tren, y se monta directo a la última parada. 

Camina al punto de recogida, se toma el sándwich que debió ser la comida, y tras veinte minutos, llega el blablacoche. 

Tres horas y poco después de no enterarse de nada de lo que se conversó llega a su destino, hace un frío que hiela, y tras unos minutos de metro, llega a casa, derrotado. Se da una ducha caliente, se toma un chocolate y se pone a escribir para no olvidar que, si bien no está mal, tampoco está bien. Dubi está dubitativo. Si al menos fuese en Madrid, otra mentalidad habría. Si al menos fuera más que un peón, más claro estaría. Pero dónde hay patrón no manda marinero y quien decide el rumbo no se encarga de la vela. 

Dubi piensa y piensa en la calidez de la cama hasta que empiezan a pesarle los párpados…

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