Hacerse adulto significa cargar con el peso de la vida sin posibilidad de aligerar. A toda marcha. Sin tiempo para parar a revisar si las piedras que vas amontonando sirven de algo o solo retrasan tus pasos.

Yo nunca he tenido claro qué quería ser, a qué me iba a dedicar. Lo quería todo y sin embargo no hacía nada. El acoso escolar me había hundido la autoestima y la ansiedad social era dueña de mis decisiones. ¿Nos hacemos informáticos y así pasamos el día entre ordenadores para evitar a la gente? Allá vamos. ¿Estudiamos fotografía ya que hacer fotos es la única razón para salir a la calle? Claro. Y pese a que mi profesor de literatura de cuarto de ESO insistiera en que me hiciese periodista yo quería ser de todo menos eso. Y al final… Graduado en comunicación. ¡Vaya! Se torció la cosa.

Yo me pasé la preadolescencia escribiendo sobre médicos, bomberos y policías. Y ninguno fue. Y ahora veo desde el televisor al mundo desmoronarse y a mi vida destrozarse y solo puedo pensar que quizá, ¡no! Que seguro que fallé al meter en mi mochila vital el peso equivocado.

Llevo desde la adolescencia cargando con el equipo incorrecto. Primero fue un portatil, y después se le sumó una cámara, y después flashes, y nada de eso me ha servido de nada. No he vendido una foto. Tengo 50 euros en la cuenta y no tengo ni coche, ni carné, ni hipoteca, ni nada a mi nombre. Si pudiera rebobinar la cinta, evitar que el maldito bullying me afectase, tomar el control de mi vida. Quizá ahora sería sanitario, o bombero, o policía. Tal como imaginaba de crío.

Hoy he visto a unos sanitarios bajar de la ambulancia, y llevarse a la espalda una mochila tan grande como las que yo cargo, pero llena de instrumentos que salvan vidas. Salgo a la ventana y miro el parque desde lo alto, con toda la gente, las nubes grises, la lluvia intensa, y me imagino cualquier catástrofe vestido de uniforme, con arnés, cuerdas y una mochila que en lugar de guardar el pasado, salve el futuro. Sé que ya jamás podré lograrlo, ¿quién sabe si podré salvarme a mi mismo? He pasado de caminar sin esfuerzo varios kilómetros a la semana, cargar con la mitad de mi peso sobre los hombros y ni fatigarme a que me crujan las rodillas si giro sobre sí mismo o a que se me encasquillen los nudillos al agarrar algo. No sé si será un MELAS, un Kearns-Sayre, o a saber que otra sorpresa, pero está claro que no solo la audición y la visión me dejan fuera de toda posibilidad de ayudar, más bien me convierten en estorbo.

Me acuesto cada noche sabiendo que no despertaré cuando era adolescente, tenía una tableta de chocolate por abdomen y unos brazos de hierro. Que la adultez solo me trajo astigmatismo, un corazón roto y el resto del desastre.

No dejo de pensar en el tiempo que invertí para llegar a no ser nadie. Todas las horas estudiando esos títulos inútiles, todo el dinero, todo el tiempo perdido. ¡Qué diferente hubiera sido todo! Quizá te hubiese podido salvar también, mamá.

Tantas series de médicos, policías y bomberos que veíamos juntos en el sofá y para qué. Si me engañé a mi mismo pensando que la gente no me hacía más que daño y, en parte es cierto, pero no he dejado de ayudarla si precisaba. Me desvivo por ayudar a la gente que me pregunta por una cámara, por un software, por un problema informático e invierto tiempo que debería dedicar a mí en ayudar a mis compañeros de universidad con sus dudas porque simplemente soy así, me encanta dar porque así siento que no estoy vacío. Si tengo algo que ofrecer, y lo ofrezco, no puedo mirarme el pecho y no sentir que no hay nada dentro.

Cargué toda la vida con errores, y es normal que tanta epigenética haya expresado este desastre.

Ya no puedo cambiar lo que soy, no tanto. Así que aquí finaliza este capítulo. Este accidente de letras desangradas en el que siempre ha sido mi quirófano. Un arte que no cura, hace la autopsia.

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