Será que estoy ciego, o que no. O que me pido siempre un vaso solo y el agua no me sube más que a las convergencias de los ojos con la nariz. Será que no fue, aunque no me cabe duda que será siempre y cuando la penumbra siga sin decantarse.
El 16 de diciembre vomité todo de mí. Personal, laboral, emocional y literalmente. 27 otoños caducados en una bañera obstruida por malas decisiones derivadas de una fluidez accidentada.
Desconozco si fue el tequila, el te quiero mudo o la ginebra, puede que los dos chupitos o los pezones que ni chupé ni vi. Puede que los perreos ascensor que bajan descoordinados para subir cargaditos de vergüenza, doble como la primera copa que no pedí, pero llegó y fluyó por mi garganta incapaz de decir que no a una mirada con dos cromosomas equis.
Una descomposición, recomposición y anécdota después la volví a ver. Y algo en mí se encendió como quien pone el iPhone 12 en un Snapgrip.
Me preguntó: «¿No bebes?»
«A ti», no respondí.
Me preguntó: «¿Ya te vas?
«¡Duermo aquí!», respondí sembrando un pensamiento en su cabeza que, spoiler, no recogí.
Y al menos cuatro ajenos besos después y un pecho lleno de tinta, que no de besos, decidí huir de esos quiero y no debo, de esa tensión sexual no dispuesta y refugiarme en mi dormitorio con la idea de no dormir, manteniendo el sueño de vivir una de esas escenas de Élite con tinte de peli porno del siglo pasado.
Menudo plot twist sentí al ver como entraba en la habitación y el momento me pasó como a cámara lenta, lenta de respuesta, pues cuando debí haber evitado su marcha… pues eso, ya se había marchado.
Me quedé con las ganas como un adolescente rubio de metro ochenta sin sentir ni el efímero roce de sus labios apaisados. Sin saber qué ni cómo hacerlo, sin querer pensarlo. Dormido evitando alguna mala acción que lamentar.
Expuse en la gala de desastres un trofeo más. Y me demostré que soy más de Disney que de Netflix. Con el Plus de saber que de bueno soy gilipollas, y de cortés, cobarde.
Amanecí como nuevo, sin un desayuno de fluidos corporales, ni miradas, sin sujetadores colgando de la silla ni bragas con complejo de esposa en el cabecero. Duchas sin sorpresas por la espalda y amaneceres sin hacer. Y así es.
Una pasión por el mango que tendrá que esperar hasta que aprenda a pilotar por esta sociedad llena de códigos, de barras de labios, de pan, y de drogas incompatibles con un bien polvo sobrio y sombrío sobre las dos caras del colchón y el resto de superficies.
Gal ardo nado en mi ideal izada lo cura llena de espacios. Juego de sí la babas en sucia das por pensamientos y bebidas con más grados que yo, sin mí.
Sin ti, escribo desde la envidia de no haberlo hecho en tu pecho con la yema de unos dedos con fundidos por unas señales menos claras que un asqueroso ron cola.