Salgo del tren en la estación Joaquín Sorolla, es la primera vez que voy sin prisa, aunque tampoco es que tenga más remedio, el próximo cercanías no está tan próximo.
En el andén camina mucha gente, algunas apresuradas y otras a paso observador, curiosas o perdidas, no sé. Delante van Sor Soraya y Sor Mercedes, dos monjas que acabo de rebautizar y que son sólo un apunte sin importancia en esta historia.
Hace frío, lo siento en las manos al escribir este texto sentado en uno de los pocos bancos que le quedan a una Valencia Nord en obras.
En mi paseo de una a otra me he sentido extraño, entre feliz y triste, con un nudo en el estómago que parece tirar de cada sentimiento sin que ninguno gane.
Estoy feliz porque he escrito dos relatos en el viaje, porque estoy escribiendo el tercero y porque he tenido la sensación grata de que este viaje marca un hito en la historia de mis decisiones. Y me he hecho una pregunta. ¿Y si, de vez en cuando, monto en el primer tren barato que vea rumbo a una ciudad cualquiera? Así, sin dirección, sin excusa, con la libertad del que viaja ligero de equipaje, por el mero placer de salir de casa, de experimentar, de escribir a lomos de un vagón y mirar lo desconocido seguro al otro lado de la ventana. La vida a 300 kilómetros por hora. Y llegar. A dónde sea, temprano, con sólo una horas, antes de volver en el último tren, sin desperdiciar ni un minuto. ¿Verdad que sería alucinante?
Pues eso pienso, y lo escribo casi sin poder mover los dedos congelados.
Mientras siento miedo, angustia, más bien, por tener que marcar el final de temporada en una serie donde he sido personaje principal y querido por la audiencia.
Siento algo desconocido y extrañamente conocido, como cuando un ser amado se va, tras mucho dolor, esa liberación de saber que ocurrió algo bueno, aunque nunca debería de haber pasado.
Supongo que siento que le debo algo, que aún dejo cuentas pendientes, que no he construido lo bastante. Y me culpo por ello. Tal vez sienta que me rindo, que he puesto fin a lo que debe ser una pausa, que he matado al personaje por no buscarle una trama que lo ausente por si, algún día, el actor vuelve. Porque he disfrutado mucho este papel, este personaje, pero siento que sólo era eso, ficción lejos de mi realidad.
Valencia ha sido sólo trabajo, también experiencias y liberación, y lecciones y aprendizajes, y valor, y de algún modo me siento como ese pájaro del balcón. Al aire libre, pero dentro de la jaula. Y está muy bien tener el cuenco de agua lleno, pero a veces sientes que necesitas volar y jugarte la sed hasta encontrar dónde saciarla.
Aún tengo las alas magulladas por el viento y no por ello evito pensar volar. Creo que todo pájaro se lo merece. Que compensa buscar entre las flores aquella cuyo néctar te haga sentir algo nuevo, que remueva tu ser y se te revoloteé la vida por dentro.
Por eso esto trata de llegar, a uno mismo.
Y aún no sé qué marca ese destino, pero tendré que moverme para averiguarlo, aunque me pierda de nuevo, porque es parte del camino, y de eso se trata. De descubrirse, de soltar, de atreverse. Porque pájaro que no salta del nido es alimento.
Y yo no quiero fagocitarme sin comerme el mundo antes.