Ayer perdí mis guantes. Unos sencillos guantes de algodón negro que dejaban al descubierto las puntas de los dedos pero protegían del frío las manos sin convertirlas en zarpas de gorila. Unos simples guantes que una vez en casa se doblaban y ocupaban el bolsillo izquierdo de mi chaqueta, junto a las llaves de casa y un paquete de pañuelitos de papel.

Pero ayer perdí mis guantes y eso me ha jodido muchas cosas, como la concentración, ya que no pude estudiar porque aunque leía el temario, pensaba en los jodidos guantes perdidos, y el sueño, ya que aunque dormí a las 20:00 para dejar de sentir el malestar que me producía no tener mis guantes, mi cerebro no cesaba su tortura.

Más importante que los guantes, que si bien son reemplazables, me molesta no saber dónde los compré, ni dónde puedo hacerme con otros iguales, y sobre todo, me molesta enormemente tener que ir en su busca, recorrer tiendas, y pagar por algo que ya tenía. Odio ir de compras. Y la ropa no es algo que me guste mirar en el gran ecommerce estadounidense. Así que ahora, con las manos heladas, gélidas, doloridas, tengo que recorrer todos los bazares asiáticos del municipio hasta dar con unos o bien ir al centro comercial a aquella tienda irlandesa por si hubiese unos allí. Ninguna de las dos opciones me apetece.

Pero más importante aún que reponer los guantes, es cómo los perdí. Y es que si bien siempre me los pongo antes de salir de casa, aquella tarde estaba recogiendo a la peque de casa de un familiar mientras mi hermana me comunicaba no sé qué sobre salir ya a no sé donde. A mí me chirriaba que tuviese tanta prisa cuando aún faltaba para la hora de entrada al colegio de la tarde. Por lo que, ante lo que creí que eran sus prisas por algo que desconocía, cogí a la niña en brazos y la llevé varias calles hasta que me cansé y la dejé en el suelo. En aquel momento cogí el teléfono del bolsillo derecho de la chaqueta y lo guardé en el izquierdo, ya que le dí la mano derecha a la peque. Yo nunca miro el teléfono mientras camino, manía mía, me gusta mirar por dónde ando y para mirar la pantalla ya tengo muchas horas como para no permitirme deleitar a mi vista de la realidad del paseo. Pero como no tenía claras para nada las instrucciones de mi hermana fui actualizando mi posición mediante mensajes de audio, por lo que con la mano derecha ocupada, del bolsillo izquierdo me era fácil usar la mano izquierda para sacar y guardar el teléfono. Y entonces fue cuando en un instante, saqué el teléfono con dificultades del bolsillo; recordad que en ese bolsillo van los guantes, las llaves y el paquete de pañuelos. A los dos pasos un anciano señaló a la peque y dijo algo, que por supuesto no entendí por mi puta enfermedad. Creí que señalaba a la peque y creí que hablaba de la peque, pero ahora me da por pensar que quizá aquel anciano me estuviese señalando los guantes atrás en el suelo y hablándome de que se me cayeron. ¿Quién sabe? El caso es que al no entenderle hice caso omiso y seguí. Llegué hasta donde dijo mi hermana, una joyería de barrio, pero dado que ellos salieron mucho antes pensé que habían ido adelantándose, así que fui a lo siguiente que entendí, el «Comercial Valencia», un mercado de barrio. Pero tampoco les vi así que volví a sacar el teléfono, esta vez con menor resistencia, y actualicé mi posición. Proseguí hasta acercarme al colegio y, poco antes de llegar, volví a actualizar mi posición, esta vez notando que algo se caía, miré para atrás y me pareció ver algo blanco, por lo que supuse que era un pañuelo de papel o tal vez un ticket de la compra, nada importante.

Al rato de esperar quietos mirando para atrás por si venían, me contactan quedando en un punto que suponía dar marcha atrás, sin entender yo nada de aquel plan voy hacía allí y al encontrarnos discutimos sobre sus instrucciones y hago énfasis en mi incapacidad para entender sus audios. Y menos sin la información que me hubiese permitido entenderlos.

Me marcho frustrado por la situación y al rato me percato de que no tengo los guantes en el bolsillo. Planteo la hipótesis de la caída accidental y retrocedo sobre mis pasos, sin encontrarlos. Pienso entonces que quizá aquel anciano los cogió. Y que el desgraciado en lugar de haberme seguido y avisado para dármelos, se los quedó. Pudo cogerlos cualquier otra persona, pero algo redondo y negro en el suelo no es que llame la atención tanto como para agacharse a inspeccionar.

El caso es que, de esta historia no culpo al anciano, ni a mi hermana, ni a mi sobrina. La culpable es la de siempre, mi puta enfermedad que me está jodiendo la vida.

Yo no sé cómo vivirán las personas sordas de nacimiento, supongo que al igual que yo aprendí a hablar, ellas aprenderían a leer los labios. Pero yo no puedo vivir así, al menos no feliz. Es una mierda no entender a nadie, ni por la calle, ni en el súper, ni en el médico, ni en ningún puto lado. Y la única prueba de audición que tengo es una audiometría que no refleja en absoluto, ni en relativo, el malestar real. Yo no sé qué dirá el tribunal médico que juzgará mi grado de Incapacidad, ni tampoco quién se encargue de las discapacidades, posiblemente sean tan abstractos que no me reconozcan lo que merezco. Pero cada vez que se da una situación comunicativa yo siento un impacto directo en mi salud mental. Una tremenda incapacidad comunicativa. Una frustración inmensa. Y más siendo graduado en comunicación, que ya es para hacer chistes.

Llevo desde que perdí los guantes intentando mantener un estado mental estable, intentando autorregularme para evitar la ideación suicida. Intentando ser productivo y seguir estudiando. Pero no puedo. Porque qué será de mi vida, de mi calidad de vida.

Por selección natural, yo ya me habría extinguido. No habría podido sobrevivir. Y si lo hago es porque esto no es una selva con depredadores y presas. Es una sociedad supuestamente inclusiva y preparada (en absoluto, para nada) para personas con diferentes condiciones.

Pero yo ya me siento muerto por dentro. «Estoy todo roto y desecho y no quiero seguir así» como la maravillosa canción de M-Clan que, ¡sorpresa! No escucharé más.

La única persona con la que me sentía pleno, seguro, a salvo, en paz, cómodo… Ya no está. La mató un puto hongo oportunista mientras luchaba contra un cáncer que quizá se buscó ella misma, pero jode que luchándolo, batallando por la redención, un fungido carroñero aprovechase para privarle de la oportunidad de sobrevivir. Sin mi madre me siento solo, sin hogar, sin recursos, sin cariño, sin compañía, sin nada.

Con ella desayunaba, con ella iba a la compra, con ella recogía a la peque, con ella comía, con ella veía las series y las películas, con ella cocinaba, con ella me tumbaba en el sofá. Mi mitad. El amor verdadero que solo se forja pasando ocho meses desarrollándote dentro de su útero conectados por un cordón que es el verdadero hilo rojo y separados por tan solo una capa permeable que, en el peor de los casos, dejó entrar las sustancias tóxicas del tabaco a mi organismo y pudo, al igual que su cáncer, promover mi posible mutación genética. Sería irónico que el tabaco sea lo que nos jodió la vida. El caso es que sin ella. Solo tengo lo que me dejó, este conjunto de células, tejidos y sistemas averiados.

Yo no tengo de cuatro a cinco millones de euros de patrimonio, ni casas en Las Baleares, Miami, Madrid y Catalunya. Yo no tengo un yate con el que irme a bañar a aguas cristalinas, ni un equipo de gente que me solucione los problemas. Tampoco tengo un trabajo estresante que me los cause, es cierto, porque tengo una enfermedad que me quitó mi trabajo estresante. La salud mental nos afecta a todas, cierto. Pero las situaciones son muy diversas. Y mientras ambas personas nos sentimos solas, estresadas, deprimidas, ansiosas, jodidas, indefensas. La una tiene salud física y recursos varios y yo, vivo de prestado sin independencia de ningún tipo.

Pero lo importante de todo esto es que ya no tengo unos guantes que me protejan del frío porque los perdí por ver alterada mi conducta debido a varios fallos de comunicación.

«Pero el día amanece, y nada me parece
la mitad de perfecto, como cuando tú estabas aquí.
Y es tan corrosivo este dolor,
y esta casa en ruinas que soy yo, soy yo
Y es que estoy todo roto por dentro,
estoy todo roto y deshecho,
estoy todo roto y no puedo seguir así.»

M-Clan. (2008). «Roto por dentro«. Memorias de un espantapájaros.

Te estimo mucho mamá. Gracias por ser la mujer que me dio la vida. Aunque sea esta.

Gracias por leerme

Subscríbete para recibirme en tu email al instante de publicar mis cosas que no pasan como cuento.

¡No envío spam! Lee la p... política de privacidad para perder tu tiempo..