Empecé este Diario reaCtivo cuando supe de mi mudanza a Valencia, quería tener un registro de todo lo que allí me sucediera, y aunque he escrito poco, cada vez menos, cada vez peor, recuerdo algunos textos como si hubieran pasado hace días. Y ojalá haber vivido algún affair pero, queridos lectores, los amoríos son cosa de las películas o esas series de Netflix donde todo está prohibido, pero todo llega en los últimos capítulos.
El caso es que vuelvo a Madrid con la sensación de no haber vivido, de no haber registrado más que lo malo de una ciudad de la que me voy forzado justo cuando parecía que iba a descubrir sus bondades.
Tengo registro de su pésimo transporte público, de su agua del grifo inservible que te destroza el estómago si la bebes, y ensucia más que limpia todo lo que intentes lavar con ella. Incluso he tenido que raparme el pelo porque la cal empezaba a confundirse con la caspa, y los cabellos se ponen como el esparto, y la piel se rasca y las tuberías se obstruyen y el agua no llega caliente ni los primeros 5 minutos de ducha.
También conocí el ruido de los petardos que no son solo en fechas señaladas.
Lo que me duele de la Comunitat Valenciana es que tiene parajes preciosos, siempre que puedas llegar a la Albufera en las horas en que nadie más pensó lo mismo que tú. Los atardeceres tienen una luz preciosa entre los arrozales, justo encima de esa agua y esos puentes y esas casas rústicas en las que el naranja del sol se proyecta antes de desaparecer.
También me llevo el recuerdo de Cullera, su playa infinita donde apenas cubre las rodillas y mi sobrina jugando en ella con su neopreno azul.
Siento que me voy de Valencia sin descubrir todos sus mejores rincones, sus lugareñas, sus besos por las calles en una noche cualquiera, porque cualquier noche es perfecta para besarse con cualquiera.
Las calles del centro no son muy diferentes a Madrid. Tienes las avenidas, los hospitales antiguos, los nuevos, los taxis, las estaciones de tren, aunque aquí sean de gasóleo y funcionen con el reloj de la casualidad. También hay restaurantes de todos los menús, de todos los precios y de todos los lugares y museos, y escuelas, y parques.
Pero por mucho o poco que haya paseado por las calles del centro, Valencia nunca será Madrid. Supongo que porque una ciudad se construye de recuerdos, de aventuras, y mi etapa aquí ha sido un paseo rutinario por las afueras. Y justo cuando empezábamos a conocernos, cuando podríamos empezar a crear un match, me toca volver a mi ciudad.
Porque puede que Madrid nunca me gustara, puede que hasta lo odiara en la adolescencia, pero Madrid me vio nacer y renacer varias veces. Madrid es casa. Es cada uno de los rincones donde no he paseado nunca y aquellos pocos que me han visto de pasada. Es beber de cualquier fuente. El frío invierno penetrando en los huesos y el seco verano derritiéndote los pies sobre el asfalto.
Son dos ciudades tan iguales y tan diferentes, que no se pueden ni odiar ni amar por igual. Ni siquiera son complementarias, aunque lo haya intentado estos dos años y medio. Una, Madrid, es hogar, y la otra ha sido un hostal donde cobijarme mientras buscaba una parte de mí que necesitaba encontrarse fuera.
No es casualidad que Valencia sea la playa de muchos madrileños. Pero yo siempre odié la arena ardiendo en los pies, la sal en la piel y el viento infernal que arranca las sombrillas.
No vuelvo a Madrid porque lo echara de menos, estar lejos me ha permitido conocer mi ciudad desde otra perspectiva, casi más de cerca, y eso se lo agradezco a Valencia.
Vuelvo porque Madrid es familia, porque Madrid es una solitaria compañía, una enemiga conocida. Y cuando no puedes ver, ni oír ni dar, es mejor andar de la mano de aquellos edificios que has visto desde el cielo con los pies en la tierra.
Porque no vuelvo porque quisiera, si no porque debo.
Y ahora, que he vuelto, que me he concienciado de haber vuelto, no sé si podré jamás volver a marchar. Porque Madrid es la mujer a la que nunca abracé si no era preciso, pero que siempre tuvo para mí los brazos abiertos. Madrid es todos los besos que me esperan, los puestos que no he visitado en la entrada del retiro, las puestas de sol desde el mirador del Palacio Real. Los recitales que espero poder disfrutar algún día. Los museos que aún no conozco. Las galerías que aún no han sentido mis nudillos en su puerta. Los parques de donde no me he llevado arena en las botas.
Madrid, eres la mujer de la que aún no me he enamorado.
Siempre fuiste la sociedad, el tumulto, las manifas, de las que me escondía. Ahora eres las oportunidades de transformarme en el animal social que se coma el mundo.
Aunque tenga menos visión que un topo, menos oído que una serpiente y menos tiempo que una mariposa.
Madrid, gracias por haberme animado a marcharme.
Valencia, gracias por haberme cuidado en el camino. Nunca serás el barrio gótico de mi amante Barcelona, pero me has enseñado algo que ella nunca logró, amar Madrid.