Desde luego no es la del tren, ya que aunque me encantan los trenes, al menos los de energía eléctrica, y los raíles, y aunque las estaciones pueden ser muy fotogénicas y ofrecer posibilidades fotonarrativas únicas, están llenas y llenos de gente, a veces demasiada. Gente diferente y diversa, en algunos casos con curioso sentido de la ética y las relaciones interpersonales. Pero ese es otro tema que no voy a tratar el día en que cumplo 28 años. Porque lo cierto es que no se viaja nada mal en tren, y mucho mejor desde que empresas tan puntuales y serviciales como Iryo se han hecho un hueco en el transporte de pasajeros a larga distancia. A pesar claro, de que a corta y media distancia siga teniendo protagonismo, para mal, muy mal, la tan odiada red de cercanías, que funciona cada vez peor, incluso donde antes iba estupendamente, hablo de Madrid, obvio. Pero ahora la cosa descarrila más de la cuenta.

Introducción obligatoria ahora que se ha cnvertido en mi medio de transporte más usado.

Pero volviendo al tema estacional, climático. Mi estación favorita siempre había sido el invierno. Navidad, tiempo en casa, familia, cumpleaños, regalos, la calidez del hogar. Siempre mola resetear el contador, las uvas están ricas, y hay mucha anécdota.

Pero me estoy haciendo mayor y el frío empieza a gustarme menos, la gente ya no es la que veías desde tu perspectiva de niño, las navidades ya no duran tanto desde que trabajas, y la ilusión de los regalos queda para los más pequeños. Por lo tanto, el invierno es una estación fría, llena de gente diferente, con paradas propias, trayectos propios, y núcleos familiares esparcidos como las esporas de una planta. Por no hablar de la oscuridad, esa maldita oscuridad que para alguien con una depresión casi patológica no es nada agradable. Una estación oscura, fría y solitaria, aunque haya gente alrededor.

Así pues, con 28 años ya no sé si tengo estación favorita, ninguna destaca por nada en concreto. El otoño sigue teniendo sus lluvias inspiradoras, sus colores cálidos y sus hojas caducas. la primavera, sus colores fríos y esos malditos insectos. Y ¡qué decir del verano! Mi gran odiada hasta el momento que empieza a teñirse de candidata al puesto. Pues con los años empiezo a tolerar mejor el calor, a apreciar desde mi inestabilidad mental las horas de luz diurna, por no hablar de las vacaciones forzosas de verano. Y aunque me sigue molestando que todo se pare, que no haya clases, que sea inviable salir antes del atardecer y después del amanecer. Es bonito ver la ciudad vaciarse y disfrutar del asfalto, de la oferta cultural, de las piscinas, de las playas, incluso la montaña. Supongo que, quitando los insectos y el calor, tiene sus ventajas. Aunque me siguen sin gustar los pantalones cortos, las chanclas y las gafas de sol.

Supongo que cada estación tiene sus propios secretos y aún no he dado con el andén 9 y 3/4. Ya que ese caería en septiembre y dudo que la vuelta al cole, al trabajo, y el inicio de los días cortos fuera a conmoverme, pero es un mes bonito. Como todos. Con sus días buenos y sus días malos.

Supongo que esto de las estaciones son como las de tren, que van cambiando para adaptase a la afluencia de pasajeros y a mí, hoy por hoy, me sigue tocando esperar en el andén del cercanías y correr para no perder el de alta velocidad.

Porque la vida, o va demasiado rápido para disfrutar del camino, o tan lenta que parece estar parada, y eso, es sin duda lo peor. El tiempo incontrolable, y relativo.

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