Nací en una familia corriente, con las necesidades básicas cubiertas y poco de lo que preocuparme. Sin lujos. Sin nada que echar de menos. Sin garaje ni buhardilla, sin piscina ni jardín. Tan solo una pequeña terraza de la que me tiré para recuperar una pelota perdida, ganando un poco de sangre en la cabeza. Tan solo una ventana con rejas que jamás me pareció una celda. Tan solo la imaginación que me ha permitido soñar con ser tantas cosas, que aún a día de hoy no estoy seguro de ser yo.
Pero nunca he tenido un yate, ni una casa en primera línea de playa, ni un chalet. Es más, envidiaba a quienes tenían todo eso. Porque nunca me pareció justo. Igual desde mi pensamiento utópico y comunista. Pero ¿por qué un niño ha de tener más que otro?
Y ya veis, me despierto tras dar dos ponencias, tras bajar de un escenario, tras hacer muchas de las cosas con las que solo podía soñar. Y me enfrento a un chalecito de Jávea y a unas señoritas haciendo yoga en el jardín.
Y pienso mientras miro desde la terraza a la piscina y los barcos surcar el mar. Y me respondo. Y da igual que en algún momento de mi vida consiga una chalecito con piscina y jardín y vistas al mar. Porque no tendré amigas a las que invitar a hacer yoga un domingo por la mañana, ni haré fiestas en el jardín porque odio las drogas y los adultos no toman zumo de melocotón. Esto no es California lleno de hippies veganos, ni yo sé hacer surf.
Mis sueños son raros y la sociedad es demasiado sencilla. Aunque la vida sea tan compleja.
Y tampoco tendré niños que den envidia a los hijos de otros.
De hecho miro idealista y no tengo ni para vivir yo solo en un piso de 30 metros.
Y aún así, mirando un peñón y oliendo a mar, me bastaría con ir de hotel en hotel, de escenario en escenario, el resto de mi vida. Sin hipotecas, ataduras, y sin esa necesidad absurda de tener todas esas cosas que no llenan más que de falsos sueños.
Cuando estoy encima de esos escenarios, delante de esa gente, yo mando, yo decido qué sucede, yo dirijo mi vida. Y eso no tiene precio.
Cuando estoy hablando con pasión de aquello para lo que me he formado no echo de menos ni en falta lo que nunca he tenido, más bien pongo en valor lo que me ha costado llegar a ser quien soy. Con mis sacrificios, mis decisiones enfrentadas y mis dificultades. Justo donde la gente se sube a actuar, yo soy yo mismo, y empiezo la mentira nada más bajar.
Ver atardecer tras las montañas es un lujo que dudo mucho me pueda permitir alguna vez en la vida, pero me basta con una furgoneta a la que poner un colchón aparcada en cualquier mirador camino de la siguiente ponencia.
Con cucharita o sin ella, da igual. Porque llevo 3 de 3 que empiezan dulce y arrastran una diarrea moral de las que dejan el sistema corrupto. Así que prefiero viajar solo, que viajar sin mí. Porque nadie merece que me desvíe del camino solo por cuatro besos y unas caricias en la tripa. Y menos si el precio es un dolor de estómago constante y ataques de ansiedad que duran más que un mal sueño.
Veo una paloma posada en la antena parabólica, y una gaviota pasar sobre unas palmeras, huelo a una libertad que no es mía, ni será.
Porque jamás tendré una casa, puede que ni siquiera un piso en propiedad.
Igual hasta ni siquiera esa furgoneta cutremente camperizada con la que simular esa vida bohemia californiana. Tendré que conformarme con seguir vivo, estable sentimentalmente y seguir haciendo los deberes de un máster que no me ayudará a seguir soñando, pero me dará la falsa sensación de estar en el buen camino.
No sé qué pasará mañana, pero no estaré conduciendo una camper camino de un mirador en Galicia, Granada ni la costa brava. No estaré dando una ponencia. No estaré desayunando el bufet de un hotel ni despertando al amanecer junto a una chiquilla que no desestabilice mi salud mental. Seguirá siendo la vida mediocre que me fue designada al nacer.
Por eso voy a dejar de pensar, y para haceros una idea os dejo las dos vistas de la que ha sido parte de la inspiración de este texto.
Son una mediocridad de fotos, pero no quería daros envidia si me pasada de idílico.

